lunes, 20 de septiembre de 2010

Consideraciones sobre la creatividad

Normalmente damos por un hecho evidente la presencia o ausencia de eso que suele llamarse “creatividad”. Desde las candelas hechas en un taller de manualidades hasta la elaboración de una pintura abstracta, podrían parecernos datos suficientes para dar por sentada la existencia de lo creativo en las personas. Y por el contrario, cuando algún tipo de expresión artística o artesanal no es de nuestro agrado, es común que no hallemos nada de creativo en ella. Pero ambas posiciones raramente están sustentadas por una reflexión seria alrededor del asunto.
Asimismo, es común entender que la creatividad es una especie de facultad que yace dormida en alguna parte de la “esencia” humana, siendo suficiente propiciar ambientes adecuados para que esa adormecida facultad despierte, logrando así avanzar en la realización de las plenas facultades humanas. Por el contrario, cuando esa facultad prolonga su adormecimiento, siempre es un recurso sencillo denunciar cualquier clase de problema en el ambiente como obstáculo entorpecedor del desarrollo pleno de la creatividad.
Según esto último, muchos de los espacios educativos en los que estamos insertos, en donde se pretende implementar, generalmente de manera bastante ingenua, “metodologías” constructivistas cuyo objetivo es desarrollar la creatividad de los estudiantes, parten de perspectivas de sentido común puestas de moda dentro de los discursos que oficialmente impregnan el quehacer educativo.
Pero esas evidencias podrían ser más bien formas cómodas de desembarazarse de un problema antropológico, cuyo estudio profundo nos llevaría por caminos más complicados de lo que a primera vista parece.
Yo parto de una hipótesis simple: la “creatividad” no existe y nunca existirá. ¿Por qué afirmo esto? Veamos.
Quizá la noción de “creatividad”, pese a su evidente conveniencia para explicar muchos productos humanos, se sostiene sobre la base de una idea que rara vez es considerada y menos aún sometida a discusión cuando de hablar de y poner en práctica la creatividad se trata. Esa idea es, precisamente, la de la creación.
Y digo creación en el más cristiano sentido de la palabra: es decir, suponiendo la existencia de un ser superior creador de un mundo organizado y suficientemente justo a partir de la confusión, el caos y la oscuridad.
Esa perspectiva posiblemente sea del agrado de quienes creen por fe, no solo en la existencia de un ser superior (por lo común llamado “Dios”), sino también que todo cuanto podemos ver alrededor nuestro es evidencia de sus poderes. Así, los fenómenos más arbitrarios y de difícil comprensión pueden ser atribuidos a las incuestionables manos de ese ser omnipotente (que todo lo puede) y omnisciente (que todo lo sabe o conoce), logrando con ello hacernos una explicación satisfactoria de todo lo bueno y bello que en el universo hay.
Porque, contrariamente, la maldad y la fealdad, aquello cuya presencia es invocación del defecto y la falla, no pueden atribuirse a tan perfecto creador. Pero precisamente cuando la destructividad de lo malo (opuesta a la creatividad) asoma sus narices, siguiendo una lógica dicotómica, los creyentes se topan de frente un dilema bastante incómodo: ¿cómo si lo creado deriva de un creador perfecto, también existe la imperfección?
El dogma nos ha enseñado que esa imperfección, esa mancha insultante de todo lo bello y bueno, no puede tener su origen en el supremo creador: su fuente es simplemente la desobediencia. Es decir, el dejar de seguir fielmente un propósito conscientemente elaborado.
Todo esto podría parecer muy pertinente si los temas que nos ocuparan aquí fueran la creación del Edén y la subsiguiente caída en desgracia de la humanidad, ¿pero qué tiene que ver con la “creatividad”? Como decía al principio, en mi criterio esa idea es la que está a la base de la noción común de “creatividad”, basada en el relato de Génesis 1, 1-31.
Ella comprende:
a) la preexistencia de algo superior a lo conocido actualmente
b) una facultad potencial que puede ponerse en marcha si así lo desea
c) la generación de creaciones bellas y buenas, contrario a las cuales está presente siempre la amenaza de lo feo y malo.
Otro problema concerniente a la “creatividad”, es el relativo a sus fuentes. Como la noción de creatividad parte de una idea básica sumamente metafísica, poder dar cuenta de sus orígenes es una tarea harto dificultosa.
Para incursionar en este tema demos por sentado que en efecto todos los seres humanos pueden llegar a ser en diferentes formas creativos (dado que la creatividad yace tan solo dormida dentro de ellos).
Aceptado esto, muy pronto nos vamos a dar cuenta que no todo lo que la gente hace nos va a parecer creativo, o quizá tan solo creativo a medias. O en el caso extremo, tendremos que terminar aceptando el absoluto adormecimiento de la “creatividad” en algunas personas. Pero también en el otro extremo, podremos percatarnos de la existencia histórica de algunos llamados “grandes genios creadores” (Mozart, Rembrandt, Beethoven, Velásquez, Shakespeare) en quienes la creatividad se desbordaba ya fuera en la producción de finas piezas musicales, en la elaboración de sublimes pinturas o en la escritura de joyas literarias.
Si bien aceptábamos que todos podemos llegar a ser creativos, parece indudable que no a todos se nos ha dado la oportunidad de beber de la misma fuente. Y esta es precisamente la problemática a la que nos introduciremos ahora: tratar de analizar críticamente cuáles son esas “fuentes de la creatividad” tan desigualmente accesibles.
Acometer el análisis de las “fuentes” significa dar un paso bastante atrevido, pues, aunque no lo parezca, con él la idea cuasi-divina de la creatividad comienza a ser cuestionada profundamente.
En efecto, si la “creatividad” fuese un don, una especie de facultad inherente al ser humano, muy poco habría que decir sobre sus orígenes: bastará con sostener que la creatividad es parte de la naturaleza humana sin más. Pero si, habiendo aceptado la universalidad antropológica de la creatividad, es posible detectar que no todos los seres humanos son igualmente creativos, y hasta algunos nos parecen carentes de toda creatividad, es menester inquirir la causa de esa desigualdad.
Seguramente primero deberemos percatarnos que el ser humano no es un creador innato. Muy por el contrario, el ser humano tomado de manera aislada es bastante más parecido a un animal que apenas sí logra modificar el ambiente en que habita. Esto solamente introduce en la discusión una afirmación desalentadora para muchos: un ser humano que hace algo aparentemente novedoso, se nutre de ciertas circunstancias y para nada de una “esencia” creadora. Esta afirmación, pese a su modesta apariencia, tiene una muy clara intención: ofrecer la idea contraria a la del creacionismo.
Habiendo sido aceptado que la “creatividad” no solo no es inherente al ser humano, sino que ella misma está montada sobre una idea de cuestionable estatuto, queda la duda entonces de cuál es el origen de eso que se ha dado en llamar “creatividad”.
Esta inquietud parte de una perspectiva materialista, por lo que será inútil, según ella, suponer algún espíritu divino como origen de las cosas. Más bien, y contrario al relato bíblico, vamos a seguir una idea quizá tan común como la de la creación, pero bastante menos popular:

El materialismo afirma de forma rotunda que la vida, como el resto del mundo, es de naturaleza material, por lo cual, no es necesario para su correcta y exacta definición, el reconocimiento de ningún principio espiritual.
La vida solo es la estructuración de una forma diferente de existencia de la materia, que puede originarse o destruirse de acuerdo con unas leyes determinadas. (Oparín, 1998, pp. 77-78).

Según vemos, ya aquí el enfoque cambia. No es ya la acción de algún ente divino, de algún espíritu hacedor, el origen de la vida. Son simplemente las variantes en la estructuración de la materia lo que da origen a la vida. Me parece que esta idea puede aplicarse también al problema de la “creatividad”.
Habiendo llegado a este punto, tal vez hayamos logrado cuestionar (o quizá no) como inexistente la idea de una “creatividad” inherente al ser humano. Sin embargo, podemos reconocer que en buena medida eso que suele llamarse “creatividad” es solamente una forma de actividad que los seres humanos realizan para responder a ciertas necesidades, a partir de determinaciones sociales y psicológicas. Ahora vamos a considerar un nuevo problema.
Hacia la segunda mitad del siglo IV a.e.c., Platón y sus contemporáneos advertían en su época un serio menoscabo de la grandeza que la ciudad de Atenas gozara en años anteriores. Movido por esa decadencia social, nuestro filósofo escribió uno de los más influyentes libros en la historia de la humanidad: La República.
En la utópica sociedad bosquejada en La República, cierto tipo de poetas son rechazados pues, según Platón, éstos se dedicaban solamente a cantar en torno a aspectos vulgares y a exaltar desembozadamente los peores vicios de la humanidad. Se trata de una especie de censura sobre la creación artística, pues el arte (el “verdadero arte”), según el punto de vista platónico, siempre debe ser expresión de lo bello y bueno, nunca del vicio o la fealdad.
Esta preocupación tiene sentido porque en aquellos lejanos días, se entendía que las artes, y la poesía en especial, debían cumplimentar fines educativos por ser parte de la formación plena de los ciudadanos, sobre todo de los jóvenes, en quienes se debían fomentar los más altos valores y principios morales.
La pregunta obligatoria es: ¿sigue teniendo vigencia esa perspectiva sobre el arte? Si hacemos un repaso, probablemente hallaremos, incluso en nuestra propia forma de apreciar las producciones artísticas, ejemplos de cómo se juzga lo que es “verdadero arte” a partir de juicios de valor y principios morales que consideramos correctos. Se trataría, como lo hacía el supremo creador cada vez que concluía una obra, de valorar tal cosa creada viendo que es buena, o que está bien.
Toda expresión “creativa” es hecha y es juzgada, en acuerdo a determinados valores y determinados principios morales. Esto nos permite ahora también cuestionar que exista algo así como un “genio creativo” que sin estar sujeto a los más terrenales problemas humanos, y a sus dilemas éticos, inspira sorpresivamente a la persona “creativa”. Por el contrario, toda diferencia en la estructuración material de la vida toca, en diferentes niveles, los principios éticos bajos los cuales pretendemos vivir.
Esto sugiere que las respuestas “creativas” no siempre coincidirán entre sí en términos de la finalidad ética a la que apuntan. Y lo mismo podemos afirmar respecto a su recepción.

Bibliografía

Oparín, A. (1998). El origen de la vida. Madrid: Edicomunicación.